28 abril 2016

Y los arpones despertaban (a Herman Melville)


La leva fue brutal y fructífera. Creo innecesario mencionar el golpe en la cabeza con la porra de madera. Yo ya navegaba en una niebla de inconciencia y demonios negros antes de abandonar la taberna. Digo abandonar y nada recuerdo del tránsito desde la inclinada mesa de madera hasta esta bodega oscura y maloliente. Presentí que otros cuerpos se apiñaban junto a mí, o sobre mí y me hundí en un sopor de alcohol y sombras. No recuerdo haber soñado o solo fue la fiebre de mis miembros inquietos. Fuimos despabilados con cubos de agua de mar, los vómitos y las inmundicias se escurrieron por los imbornales. Esa primera noche, o ese primer día de resaca y embotamiento no nos dieron de comer. La sed nos abrazaba las gargantas donde también sentíamos el gusto a cáñamo. Tiempo después, en medio de una luminiscencia que yo creí crepuscular, nos arrojaron unas galletas duras y bajaron un cubo de agua turbia pero dulce. No hablábamos, nos pesaba un silencio de condenados o de innombrables. La segunda noche, el bamboleo del entorno y de nuestros cuerpos nos indicó que el barco había soltado amarras y recrudecieron los mareos y el febril insomnio. En la claridad de un incierto amanecer pudimos observar que no estábamos solos. En el extremo opuesto del compartimiento un grupo espectral también nos observaba. Un individuo alto, cetrino, tocado con un turbante oscuro permanecía de pie entre un grupo de sombras acuclilladas. Sé que eran reales y no formaban parte de mis pesadillas. En esas jornadas de terror y desasosiego no les observe probar ningún alimento. Comenzamos a dialogar entre nosotros, como confabuladores de un motín. Había otro de New Bedford y un gigante de Cape Cod a mi lado, ambos marinos también, y dos indios de Narragansett cocidos de cicatrices y tatuajes. También un negro joven que no paraba de sollozar y recorría con ojos horrorizados nuestro inhóspito apartamento. Otros dos que parecían hermanos en la suciedad y el abandono, compartían una gastada biblia del Rey Jacobo. Comenzamos a barajar posibilidades para nuestro infortunio. Alguien, quizás el de New Bedford, mencionó las temibles Islas del Guano, donde evadir el trabajo significaba ser alimento de los tiburones, otro mencionó la fiebre y los mosquitos infectos de la Tierra del Darién. El negro seguía sorprendido de encontrarse entre hombres blancos. Todos habíamos bebido hasta ponernos idiotas en diversas tabernas de la Isla de Nantucket. Un día escuchamos gritos y luego fuertes roces a los costados del barco, luego golpes de remos alejándose. A la noche por la enrejada escotilla vimos un resplandor dantesco y escuchamos entrechocar de hierros y el olor terrible de la sangre y la carnicería. Por cena nos arrojaron un trozo semicrudo de algo muy grasoso con incrustaciones fibrosas y negras. El hambre infiel nos doblego. Uno mencionó el sabor y la consistencia de la carne del narval. Nuestros labios brillaban de aceite y transpiración. Esa dieta repugnante de galletas y grasa se alternó por un par de semanas. Finalmente un día abrieron la escotilla y se nos ordenó subir a cubierta. Hacia un par de horas que habíamos abandonado el amanecer. El sol terrible de un océano que no reconocí nos encegueció, la piel comenzó a arder y en los labios se nos depositó el bíblico sabor de la sal marina. Sobre el maderamen del combés, la segunda cubierta, vimos los restos destrozados de dos botes, las tablas trituradas por un ímpetu monstruoso. Algunos cuerpos envueltos en telas de lona blanca yacían junto a este siniestro. La marinería toda nos observaba, tal vez evaluando nuestras posibilidades mientras al fondo, bajo el castillo de proa, un carpintero se ufanaba sobre unos remos nuevos. El de Cape Cod murmuro “Yo estuve en el Essex” y nos sobrecogió un frío de espanto. Un hombre alto y serio que resultó ser el Primer Oficial se nos aproximó con un libro enorme cuyas tapas eran sostenidas por cintas negras. El conchabo nos prometía, o ilusionaba, un porcentaje del beneficio de aquella aventura. Los arpones y otros hierros perdidos se nos descontarían de la paga. Todos firmamos en una hoja amarillenta y los indios estamparon como marca una cruz bermeja dentro de un circulo, creí distinguir que habían utilizado su propia sangre. El nombre barco era también era nativo, tal vez en alusión a las temibles tribus pequot o mohegan de Nueva Inglaterra, al instante fue olvidado. Hacia popa, tomado del mástil mayor, vimos al patrón del navío. Describirlo sería como tratar de recortar una porción de la noche primordial con un poderoso rayo y en esa empresa consumir también los rasgos de la figura. Se le percibía ajeno a todo lo que no fuera funcional a una tarea empeñada. Su mirada sobre los pastizales del océano parecía haber perdido contacto terrenal y era ya cercana a la de los iluminados o los locos. De pronto, desde las cofas bajo un grito triple y cargado de intensidades. El capitán giró y se aferró a los obenques clavando sus ojos en un torbellino de espuma en la distancia. En ese traslado pudimos observar la pierna de marfil que sostenía su continente marchito. Dos nuevos botes fueron arriados y se unieron a un tercero ya encima de un suave oleaje que por algún motivo me resulto extraño. Un cuarto bote permaneció izado y tomado de las cornamusas. Yo vi al siniestro parsi del turbante y sus hombres reunirse bajo su quilla; los unía, quizás, un lazo de sangre o de cofradía. Otra vez la vocinglería de los hombres apostados en las cofas nos atrajo y vimos al monstruo blanco surgir del mar. Era la forma demencial de un pez albino surgido de una pesadilla titánica. Un fantasma espantoso, gigantesco, un cadáver pálido y sobrenatural pero con mandíbulas de hueso. El terror atenazaba nuestros puños sobre los fatigados remos mientras el cáñamo indócil corría entre nuestras piernas. Y los arpones despertaban ya. Era aquella, la mañana del primer día de caza.



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