30 mayo 2014

Barbad, Rey de los Juglares

En el mediodía del siglo XI, el poeta persa Fakhruddin As'ad Gurgani afirma categórico, que aunque un mito puede ser dulce y excelente, puede ser siempre mejorado con la rima y la métrica, aplicándose a su estudio. Hacía referencia estricta a los juglares persas de la hegemonía sasánida que hermanaban el arte oral de contar historias con la composición de melodías medidas y exquisitas.
Los gobernadores del vasto Imperio Persa, crueles en la batalla y en la conquista, exaltadores de los hechos de la sangre, y sin embargo sensibles a lo imperecedero de la eternidad, prestaron merecida atención y mecenazgo a todas las artes musicales y en especial a los poetas juglares que narraban sus gestas heroicas acompañados por los delicadas e intrincadas labores de sus instrumentos.
El músico Bardad, un miembro menor del séquito de la corte del sasánida Cosroes II, en la segunda década del siglo VII, decide alcanzar la mayor aspiración de un juglar, ser el predilecto del rey, tarea no exenta de esfuerzos e ingratitudes. Desafía a Sarkash, el superior de la corte y miembro de la misma etnia religiosa (cristianos nestorianos) que Shirin, la esposa del rey y es expulsado. Congracia o soborna al jardinero real para introducirse en sus jardines en espera del paseo del soberano y se oculta en la copa de un árbol, su voz maravilla al rey y encanta a las aves.
Es así, como el músico sasánida se mimetiza en los jardines exóticos de Palacio y canta con la locución más bella que el Imperio Persa haya escuchado. El rey de las aves, el Simurgh, que es a la vez uno y todas las aves, se ruboriza al escucharlo. Sus melodías unifican la épica de los jinetes del desierto junto a los cotilleos y venganzas populares en los insidiosos salones de la Corte. Su verso se torna famoso e inolvidable. El sonido único de su laúd tejería leyendas entre los parsis.
Vestido completamente de verde, su laúd de madera de mora también verde, Barbad, juglar de la corte del rey Cosroes II, logra de esta manera convertirse en “Rey de los Juglares”. El soberano le promete todas las piedras preciosas que quepan en su boca y en sus manos.           En no pocos suscita, tal vez, terribles envidias. El gremio de los juglares es poderoso y hábil en tejemanejes y traiciones. Los chismes del séquito y las novedades eran su moneda de intercambio. Barbad, seguro en su arte, sobrevive a más de un complot y esquiva difamaciones y rivalidades.
Los desafíos son una constante, Bamshad (músico del amanecer), Ramtin y Nagisa (maestra de arpistas) son los adversarios ante los cuales sale airoso Barbad. Todos ellos también adquirieron renombre en el antiguo Irán. Muere Shabdiz, el caballo predilecto del rey, y Barbad, a riesgo de su vida, evitando la ejecución como mensajero de nefastas noticias, interpreta la melodía más melancólica que oyera la historia de Persia, enmudece la corte, Cosroes ensombrece su rostro y pregunta: "¿Es que Shabdiz ha muerto?". Barbad inmediatamente contesta: "¡Eso es lo que dice usted, Rey de Reyes!".
El calendario persa, herencia de los antiguos caldeos, poseía un año básico de trescientos sesenta días, para cada uno de los cuales Barbad compuso una única e inimitable melodía, creando así toda una teoría musical que perduró por siglos en las regiones de la Grande Siria, las llanuras del Elam o el Irán. Estos fueron hechos que acontecieron cuando aún la ciudad sagrada de Bagdad era un camino áspero a la vera del Tigris primigenio y la antigua Babilonia solo ruinas y polvo.
Cuenta la leyenda que al morir el Rey Cosroes, en Palacio, en la capital del Imperio, Ctesifonte, en el mes último del almanaque persa cuyo nombre es Esfand, ejecutado bajo la forma imperante en la época que era la muerte lenta por certeras flechas, Barbad, inconsolable, mutiló sus manos y quemó sus instrumentos, por devoción y respeto al soberano, su amado mecenas, y que las fuentes de todos los jardines de Persia rezumaron tintes verdes por cuarenta días y ninguna noche.


28 mayo 2014

Pigmalión y Galatea

         ¿Quién no comienza a enamorarse de su propia obra? ¿Quién no sucumbe al río impetuoso y quizás turbio de las vanidades? ¿Quién no contempla la belleza de lo que vislumbra primero como un significado y acaba conviertiendose en objeto de sus pasiones? Construir un mito, empezar a dar forma a una leyenda, las claves de la interpretación de lo que surge para conformar una historia atemporal y el atisbo de un camino de anhelos y señales, quizás, compartidas.
Pigmalión, el célebre cretense, harto de mujeres anheladas y frustrado de inútiles búsquedas sociales, soñó un día con la escultura perfecta en delicados y exactos rasgos, que luego con el paso de los años y las labores, concretaría en el blanco marfil y en la soledad de su taller. Pigmalión, cansado de ausencias, se enamoró de su obra, porque ella tenía todo de sí mismo, era una prolongación de sus deseos y una extensión de su cordura, necesitaba creer en esa estatua para dar crédito a su osadía de engendrar lo más bello en ínfimos detalles.
Pigmalión dio nombre a su creatura, un nom de guerre que nunca sabremos, de otros artífices desconocidos nos llega el nombre marino, Galatea, y el arrebato de amor de una noche descabellada, el beso imprudente en los marmóreos labios, sopesando la frialdad del objeto. Lo sorprende la tibieza del marfil, lo fascina la tersura de una piel que es como la arcilla fresca del alfarero. Afrodita, la enamorada moradora de los olímpicos palacios, consintió esa unión inverosímil y otorgo vida a la terrenal estatua, poniendo fin a los días aciagos y vacíos de Pigmalión y concediéndoles a ambos una felicidad eterna.
El artista - mi yo creador - otorgó deiforme aspecto al talle y a la sonrisa de la muchacha, mi modelo, fue ese, el primer minuto de mi caída, donde dieron comienzo mis razones para conformarla a mi gusto y semejanza. Tarde, muy tarde luego, tropezarían mis errores uno a uno, soñaría sus mismas palabras y despertaría sobresaltado sin la huella de su nariz en mis almohadas o su figura reflejada en mi ventana. Ella fue mi proyección de lo mas deseado, fue mis miembros extendiéndose y multiplicándose en una sola forma, su cuerpo imaginado, una y mil veces en eléctricos momentos.
Este sueño mío, que también es un mito, es demasiado bello, es ambiguo, es baladí. Se asemeja más a la continuidad del sueño de Pigmalión que a la realidad del descubrimiento del mundo por parte de los ojos de Galatea, ella también tendría sueños a partir de su génesis como tentación de la carne, ella descubriría un entorno que iría alejando su brazo de Pigmalión y poblaría sus noches de otras voces. Solo aislándola a los ojos de todos, lograría el cretense su propósito egoísta, su felicidad mataría la historia de Galatea, su desarrollo como forma.
El interesado fin de Pigmalión, la posesión de la más bella estatua, mataría toda la personalidad de esta, como luego la Galatea real, sustancia de Afrodita,  sucumbiría a la sombra impresionante de su creador. Yo tampoco pretendía un amor confinado a una caja de cristal. Pero el derecho de conservar, de atesorar, de proteger se confundiría en mis horas grises con un grito de posesión.
El artista que habita en mí - mi yo no asumido frente a públicas miradas - se enamoró de la muchacha de marfil, su piel me rebelaba el brillo y la ondulación de la arena, sus cabellos replicaban la veta del elemento y la ondulación de la arista desbastada. La forme a imagen de la figura yacente en mis sueños, le entregué la perfección creíble en ellos, la belleza acumulada por mis ojos a lo largo de los años, y la forjé callada y dulce como una flor extraña en un jardín sencillo, sin saber que era un ser común pugnando por florecer en un mundo igual al mío.
Desperté una mañana y mi atelier era otro, más antiguo, menos ordenado, mas primigenio, en la ventana cantaba el pájaro de las indecisiones, el mirlo políglota del griego. Sobre mi mesa, vino oscuro de Creta en una cratera fenicia, en un trípode bajo algunas olivas y queso. A mi alrededor bustos incompletos, faunos de rostro calcáreo, pies sin dedos de apolíneos atletas, vides de mármol. En el pedestal una estatua, y ella en mi sueño, porque yo había soñado que despertaba, era tan hermosa como ella, y yo era un hombre maduro y ciego de amores.
Ella abrió los ojos y miró en derredor abarcándome a mí, a su pedestal doméstico y más allá el territorio que deslumbraban sus hermosas pupilas, su asombro y curiosidad la impulsaron lejos de mi abrazo de héroe antiguo, de mi mitología de vanidades. Pero mi nombre no era Pigmalión ¿Su nombre? Se llamaba Alicia, como la otra, también soñada por el diacono británico, una modelo de agencia. No pude, no insistí en retenerla. La muchacha caminó lentamente hacia la puerta del atelier, esbozo un saludo a mi solitaria perplejidad y parpadeo sonriente al nuevo sol, que para ella, comenzaba a mostrar sus colores verdaderos.
Desde la entrada me llegaron los modernos sonidos del orbe, los relinchos del metal, el pulso de lo mecánico. Luego la puerta se cerró, tomé arcilla fresca entre mis dedos y volví a soñar.


26 mayo 2014

El sueño de Príamo

Príamo, rey de Troya, duerme cerca de la tienda del pélida Aquiles. Príamo tiene un sueño inquieto, a sus pies también se acurrucan los miembros flacos del anciano Ideo, el viejo vocero de la corte. Es noche cerrada sobre el recinto de naves aqueas, hogueras bien alimentadas, leña de la cual carecen los troyanos, alejan el frío de los cuerpos, no lejos de allí, guerreros terribles restañan heridas y soportan dolores horrendos.
Príamo, decíamos, tiene un sueño, el cansancio de la duermevela de los últimos días ha agotado su cuerpo. En su sueño observa, no sin sorpresa, que en la boca abierta de ciertos dioses futuros habita aún la palabra “Troya” y que en extraños pergaminos y libros perduran los nombres inmortales de Áyax el Grande, Helena y Paris, Odiseo o Agamenón entre otros no menos sustanciales. Se regocija en el sabor grato que es escuchar aún el nombre de su hijo Héctor, el más valiente entre los aqueos.
En su sueño esos dioses ven en su padecer hechos quizás históricos, desligados del mito, ignorando que toda  mitología es real porque sojuzga la acción y el pensamiento de hombres más verdaderos, tal vez menos actuados, que los declarados de las enciclopedias o los manuales de historia. La muerte de su hijo siempre fue real, como los versos que en su sueño un aedo ciego comienza a declamar.
De los hechos de la materia de Troya, nada más conmovedor y trágico que la humillación de un padre, y por destino rey, al rescatar el cuerpo de su hijo muerto en combate de manos de un enemigo impredecible. Más de nueve años han trascurrido de escaramuzas entre aqueos de largas grebas y troyanos. Combates no desprovistos de belleza, buenas artes de golpes, fintas y espadas, carnicerías que inclinaron la balanza ora en un lado olímpico, ora en otro, terrenal. Pestes que asolaron campamentos, el Escamandro cubierto de cadáveres cercenados por el pélida. Hechos álgidos pero no menos caros que la hambruna o el esclavismo.
Príamo aún tiene estiércol en las enflaquecidas manos y cenizas en su cano pelo, su larga barba, otrora espuma del mar, luce hirsuta y ennegrecida de polvo y lágrimas. Ya no es igual a un dios, como cantaron los aedos, más bien es un despojo arrojado desde las murallas troyanas. Ha abrazado las rodillas del asesino y compartido el llanto, ha llevado a su divina boca seca y llagada, las manos encallecidas del matador de hombres, ha sentido un miedo que no es de este mundo. Príamo ha venido en busca del cadáver de su hijo, junto a su heraldo ha atravesado la llanura erizada de argivos, como un ladrón en la noche, o como si fueran viejas y oscuras plañideras, nadie ha osado mirarlos.
Se prefigura un drama secreto en la tienda del héroe aqueo, como el de Guayaquil o el orquestado entre las sombras furtivas de Barranca Yaco, donde Santos Pérez cometió el ultraje cobarde del cuerpo de un General valiente. Como aquel, ni siquiera los dioses fueron testigos, solo los tres hombres sabrán de las palabras allí pronunciadas. Solo el viejo heraldo, quizás mudo, tal vez ciego, posiblemente solo muy viejo y también sordo, que de esas soledades y tristezas, como único testigo, sobrevive.
Mezquinos datos aporta la historia sobre el anciano vocero, tal vez y como espectador de primera mano, su nombre fuera otro, tal vez Homero, ya que los hombres que no estaban hechos a la guerra eran destinados a la poesía, o a la memoria. De los tres personajes solo uno tiene más de real que los otros dos, a estos otros los animan dioses estéticos e indolentes. Pocos días faltan, doce a lo sumo, para que el gran Aquiles por las flechas de Paris, el de hermosa estampa, sea muerto y a la vez su único hijo Neoptólemo, conocedor de las habitaciones del célebre caballo de madera, diera muerte al rey de Troya en las oscuridades de Palacio.
En el suelo de la tienda, el rescate de un muerto, peplos de las mejores lanas de Ática, mantos, pieles de seleccionadas cabras, túnicas de Esciro, trípodes bellamente labrados, doce de cada uno que es el número sagrado de Casandra y el número mágico que gobierna los cuerpos celestes en las antiguas astronomías, también lo enunciarán las doce Tribus, los doce dioses de Platón o la docena de nombres atribuidos a Odín. En metálico, solo diez talentos de oro, una fortuna para un soldado y también la legendaria copa de Tracia, que fuera el orgullo del Dardánida en el extranjero.
La cena, oveja sazonada al estilo de Ítaca y pan. Aquiles sabe que las vicisitudes de la guerra imperan mejor sobre un estómago lleno, ya que en esos días, el instante siguiente, puede ser el ulterior y definitivo. Es una cena y un homenaje, al gran Héctor, domador de caballos y al mirmidón Patroclo que también los amaba. De haberse conocido en un escenario distinto, ambos héroes hubieran hablado con entendimiento de armas excelentes y de cuadrigas.
Doce días el incorrupto cuerpo resiste los vejámenes del pélida. En el rosado amanecer que toca en suerte desde el Egeo, Aquiles inicia cada jornada arrastrando el despojo de Héctor por tres veces alrededor del túmulo de su amigo Patroclo. Ni la ciega larva ni los humores pútridos habitan o hacen edificio en el domador de caballos. La tienda solo huele a madera de abeto, los cueros engrasados con pez y la acidez de los orines del bronce. Lavado con indiferencia, ungido en aceites carísimos por orden de Aquiles, una mortaja impecable envuelve ahora a Héctor en el exterior de la tienda.
El pélida habla en voz baja con su amigo muerto. Sostiene un diálogo que raya la locura y los sentimientos. Patroclo, seguramente, aceptará estas ofrendas y las lágrimas del pélida. En la llanura, a sus espaldas, los cadáveres alimentan los gusanos. Sabe, intuye, que Príamo hará los honores al amado Héctor pero al duodécimo día peleará. Troya, según los vaticinios, que son muchos, caerá. Aquiles también discierne que su vida ha de ser breve, ningún semidiós muere de viejo, ningún guerrero de su talla llegará a ser rey o apacentará ovejas en las islas del Thálassa.
Han pernoctado, Príamo e Ideo, fuera de la tienda, tal vez bajo los carros, con abrigos provistos por el aqueo. Príamo ha tenido un sueño desprovisto de tiempo. Ha visto dioses del futuro preguntándose por el color de los cabellos de Helena, el motivo o la excusa para la movilización de mil naves, o por la cólera del pélida. Historiadores de ese futuro, creerán que un aedo ciego ha soñado, cuando lo que importa más allá del soñador y del sueño, es el soñar. De la Barca adujo con sabiduría “que toda la vida es un sueño” y luego afirmó con la maestría de los que no dan importancia a algo porque lo han vivido todo, “y los sueños, sueños son.”
En la lejanía de unas murallas que ya acaricia el alba, Hécuba, la segunda esposa de Príamo, llora un hijo que era como un dios en la batalla y llora un rey que ya cree muerto a manos del homicida argivo. Nada sabe del respeto que los dos hombres se han tenido, señores de la guerra que han cruzado sus lágrimas de duelo. Tampoco sabrá del temor último de Príamo y de su heraldo  y de la carrera por el campamento aqueo donde ningún durmiente de largas grebas despertó.


19 mayo 2014

Odiseo y Circe

Odiseo nunca quiso abandonar a Circe, Odiseo amaba a Circe. En esos dominios hechizados, parajes de la mítica Eea que la maga pobló de animales a su antojo (bestias que desprovistas de su cárcel humana serian totalmente amistosas), el héroe, no sin culpa, tal vez fue un hombre feliz. El canto del aedo ciego inventa o afirma otras teorías.
En su deambular por las vastas arboledas de la isla, entreviendo quizás desde el monte o desde un frágil puente, la mansión de piedra que fuera palacio y cubil de la diosa y también osera de mansas bestias; Odiseo tuvo tiempo de pensar y reconsiderar, su corazón no pocas veces habrá lanzado un largo suspiro.
Ítaca estaba lejos, sus riquezas, sus pastos mansos un recuerdo dorado; más cerca estaba Capri (en la que habitaron gigantes) o Lípari (las islas de los vientos) El laertíada conocía como la palma de su mano esas provincias bien administradas. Años de travesías encallecerían su piel y su ingenio, el Mediterráneo entero no le fue desconocido. En esas lejanías y soledades, Penélope también fue una isla.
Poetas mayores y menores consideraron de Ítaca, un hogar, un puerto, la isla en cuya bahía dormían seguras y tranquilas, naves de roja proa, sin embargo fue un poeta ciego el que dijo, que la isla era una belleza al atardecer, una ironía. Tierra rica, Ítaca, en bosques y alimentos, también en hombres de mar, símbolo del retorno del héroe tras los diez largos años del sitio cruento de las crónicas.
Troya, para Odiseo, fue y será, un canto de guerreros llenos de cicatrices y las payasadas de un tal Aquiles que se le acercó no pocas veces como amigo. Helena, como muchas mujeres, una motivación y una incógnita. Héctor y Paris, los peones de un tablero de ajedrez que les resultaba extraño, el primero sabía que esa guerra no era la suya, solo una escaramuza de egos y de dioses, y estos exigían sacrificios. El caballo de madera, solo una alegoría de que no existen las cosas imposibles o las ciudadelas totalmente inexpugnables, quizás una picardía que terminó siendo edificio u hoguera.
Penélope no es Circe. Circe logra con encantamientos y experiencia lo que los cosméticos de Esciro (que llevarían al pélida a la guerra) o las mieles de Creta no logran. Penélope en cambio, para la cual veinte años de espera ya pesan demasiado, harta de pretendientes, también opta por la soledad y las labores. Ha encanecido y los largos paseos por las faldas del monte Nérito sellan su corazón; su vista a agotado los horizontes marinos; quizás Odiseo nunca regrese, se interroga o se contesta.
Circe no descubrió la parte animal del Rey de Ítaca, más seguro es, que atisbara el corazón endurecido o las viejas suturas de su cuerpo tras una noche de libaciones y canticos hipnóticos. Circe nada sabe de triángulos amorosos, solo toma lo que el Thalassa le trae a sus costas, Penélope sospecharía de sirenas y otras féminas, el cuerpo también es una moneda de intercambio en el Mediterráneo. Circe, como mujer tenía los instrumentos, como hechicera, la carencia de un hombre de la talla de Odiseo. Circe miró el pozo de su alma, y vio un maduro rey inquieto.
Las flechas y el arco (regalo de Ífito, el argonauta) tuvieron su patina de abandono y el interés de los orines del bronce, la cuerda de tendones seguramente fue ajustada las primeras semanas, luego, lentamente, fue olvidada. Nada había en la isla que las mansas bestias no consiguieran para el sostén de la mesa o las labores. Las armas todas, terminaron herrumbradas en una habitación vacía o un taller dedicado al informe Hefesto. Los navegantes encontraron la paz y un sopor que les fue grato y como resultado de esa abundancia y el descanso, se afincaron.
Seguramente Odiseo y no la maga, optó por hacer durar un año la estadía. Hesíodo y Xenágoras afirman que de dicha unión carnal los frutos fueron tres niños, lo que nos habla de que la permanencia fue ciertamente más prolongada y los amores más sinceros. De Penélope, en Ítaca, el canto nos cuenta una historia distinta, la que llega hasta nuestros días, seguramente en vida, ignoró la mayoría de las aventuras del héroe.
Otras teogonías cuentan versiones más de novela o policial negro, distanciadas muchos años del día aquel, en que con el sol del Mediterráneo brillando sobre los aparejos del barco que jamás tuvo un nombre, Odiseo, al avistar la isla de la maga ordena echar el ancla y descender. Su corazón cansado ya le decía que toda espera merece la pena, toda maduración de un momento lo alejaba de las Moiras, del destino; El héroe sabia, que una mujer primero muestra sus armas (en este caso la mitad de la tripulación fue bestializada) y luego invita a su cálido lecho. Solo más tarde en la comunión de las soledades y los relatos (sobre esto también ejercería su sabiduría Sherezade), surgiría el amor.